miércoles, 17 de abril de 2013





PALABRAS DEL POETA  ANTONIO SÁNCHEZ ZAMARREÑO EN LA PRESENTACIÓN DE
TIEMPO PARA LOS OJOS EL DÍA 19 DE ABRIL DE 2013


La lectura de este "Tiempo para los ojos", penúltimo libro de Emilio Rodríguez, me ha producido escalofríos de viernes santo, primero, y alegría pascual después. Escalofríos, sí. Es verdad que estoy muy acostumbrado a leer casi todo lo de Emilio con el sobresalto de quien llega al final de cada verso como si se despeñara. Pero este poemario me parece especialmente inquietante. Emilio ha llegado, simultáneamente, a la mínima expresión retórica ya la máxima cumbre del patetismo. He pensado, al leerlo, en aquellos escritos que los antiguos (Cicerón, Séneca) llamaban "De senectute" y que no eran otra cosa que el aprovechamiento de la última lucidez que se nos da en la vida (esa lucidez incomparable de la experiencia y de la melancolía trenzadas) para asomarse a los ojos de la Esfinge. En aquellos escritos, claro, existe la gravedad de quien afronta, al preparar su equipaje, el estupor y el temblor de disponerse al tremendo salto enigmático. Pero también hay una serenidad sobrecogedora. El hombre gastado mira alrededor y observa la belleza de lo que, como él, se va quemando en el último fuego. Quiero decir que "Tiempo para los ojos" es el "De senectute" de Emilio. El poeta aquí vuelve la mirada hacia lo que tuvo y lo hace envuelto en una sobria tristeza, pero también con la conformidad del sabio- ved que todavía no hablo del hombre de fe- que se somete a un declive para el que lleva preparándose mucho tiempo, porque ha visto y ha contado en sus poemas cómo declinan, inapelablemente, todos los fulgores. Por eso el nuevo libro de Emilio me parece muy hermoso: porque tiene la armonía de ese maridaje entre el hombre que no quisiera irse y el que sabe que es inevitable hacerlo. Así, tan lúcidamente, se enfrenta esta escritura a su destino crepuscular. Y lo primero que observamos en ella es un tratamiento diferente del tiempo. Cuando somos jóvenes, el tiempo nos roza como pura abstracción. Cuando nos alcanza la senectud, sin embargo, ese mismo tiempo se convierte, efectivamente, como dice el título de Emilio, en tiempo "para los ojos".

Y lo tocamos, lo vemos, nos clava sus espinas, se nos hace dolorosamente próximo, carne en nuestra carne, reloj que se diluye en nuestro sistema arteria!. En este sentido, las concreciones temporales del poeta me parecen rotundas. Así, en uno de los mejores textos del libro-y tal vez de su obra entera-, el titulado "Proyecto", leemos:

Entrar en el poniente
 y recorrer despacio
las móviles
arcadas,
falsas galerías
por donde el tiempo
huye.
Entrar en el recinto
donde crecen
y se agotan
nuestros años. (p. 31)

Como se ve, la base figurativa donde se apoya el texto entero es la arquitectura. El tiempo se hace habitáculo al que es posible acceder: edificio con sus arcadas y con sus galerías inestables (falsas las llama el poeta), pues nada en el tiempo puede ser sólido. Y obsérvese que este caserón del tiempo se identifica con el poniente, esa hora fronteriza en la que el hombre se dispone a preparar su equipaje. Tenemos aquí el primer gran símbolo del libro: el crepúsculo de la tarde como equivalente de la senectud. En ambas -la tarde y la vejez- se consuma el último resplandor, con todo su cortejo de melancolía y de hermosura. Leemos, así, en otra composición titulada "Ocaso":

Con cuánta lentitud
navega el tiempo
por un cielo de rocas
a poniente.
Con qué furioso incendio
certifica
que todo permanece
sin el ojo.(p. 39)

Estas brevísimas líneas avanzan ya, con mayor rotundidad que las anteriores, el sistema simbólico entero del libro. Lo especificaré de inmediato. Baste reparar ahora, para comprender exactamente el poema, en ese verbo, tan marcado por la tradición, que es "navega": el tiempo, dice Emilio, "navega", lo que equivale a identificarlo nada menos que con la barcaza de Caronte. Si quisiéramos agotar el símbolo, tendríamos lo siguiente: el tiempo es el navío de Caronte, que surca con lentitud la laguna Estigia y en el que el poeta está ya embarcado. De ahí ese final que parece proclamarse ya desde la otra orilla: "Con qué furioso incendio /certifica! que todo permanece sin el ojo". Estamos, pues, ante el último atardecer de la vida. El siguiente acontecerá idéntico a sí mismo, con toda su maravillosa policromía, pero el ojo del poeta no participará, como espectador, en él.

Otro tanto sucede -en esta misma galaxia simbólica- con el otoño ("Debajo de la piel/ es siempre otoño" leemos en una ocasión, p. 73), motivo al que se le dedican, con ese título, dos textos en el poemario: "Otoño I" y "Otoño li". Sucede que, como el atardecer, el otoño es tiempo fronterizo, último canto del cisne de la vida, lleno de presagios sombríos, que Emilio sintetiza-acaso evocando su infancia- con un "graznido de ave lúgubre" (p. 37). Nada más: vendrá pronto, efectivamente, el invierno, y la vida humana, como la terrestre, dejará de germinar.

Ah, el ocaso, el otoño: cómo se identifica con ellos el poeta, cómo sabe leer, entre las líneas de los oros y de los malvas y de las luces menguantes, su propia decrepitud. Porque, en efecto, bien leído, este tratado en verso "De senectute" hace hincapié, siempre con la discreción y con el pudor propios de nuestro amigo Emilio, en el declive corporal, en ese organismo que se desmorona sin estridencias, pero sin pausa. Habla, por eso, el poeta de su cansancio (pp. 35 y 77) y, más allá de él, de un cuerpo vejado por achaques fisiológicos que fácilmente podrían pasar desapercibidos para un lector desatento. Pero no otra interpretación pueden tener, a mi juicio, versos como el siguiente: "Las calles se me arrugan". Vale decir: el movimiento se me hace cada vez más penoso: lo que antes estuvo exento de obstáculos, aquellas calles y caminos rectilíneos, se llenan hoy de dificultades, justo como si se les hubiera transmitido la orografía cada vez más atormentada de mi piel. "La carne es un estado", dice en otro lugar Emilio (p. 57); a cierta edad, la carne es un estado, sí: uno siente su peso y su llamada de auxilio; lo que antes formaba parte de nosotros sin apenas llegar a advertido, hoyes casi todo lo que nos constituye: ese cuerpo que cruje, que reclama constantemente nuestra atención con un egoísmo pertinaz y doloroso. "Nos gimen las bisagras y los labios", leemos otra vez (p. 71) y rememoramos, inevitablemente, aquellos otros versos que hemos leído poco antes en "Paisaje interior"(p. 65). Los cito:

El tiempo es una zarza
y su perímetro
se adapta a nuestra talla.

No cabe duda de que son versos estremecedores. Una vez más la abstracción que es el tiempo se hace concreta en la zarza. Pero reduzcamos a imagen más inteligible el pasaje. Exactamente, el tiempo es visto como un cilicio que se va ciñendo a nuestro cuerpo -a todo nuestro cuerpo- infligiéndole ese dolor obstinado que nos hace poner lo somático en el centro mismo de nuestras atenciones, de nuestras preocupaciones, de nuestras derrotas. Es la vejez, la negra voz de la muerte que dice ya nuestro nombre y nos invita -como dicen líneas terribles- a un "banquete de amapolas/ compartido/ con la silente sombra! de la ausencia" (p. 19). La muerte, sí: "Te llaman los rincones/ donde el musgo"(p. 73), explica otro pasaje y lo hace, siempre, desde un panorama donde todo, menos la lucidez del poeta, está en ruinas. De nuevo, acude Emilio a la metáfora arquitectónica para expresar tanta desolación. No en vano se reiteran en "Tiempo para los ojos "las alusiones a una ciudad arrasada que se identifica, a la manera de Quevedo, con la propia anatomía, también en estado de derribo y donde la muerte ha instalado ya -cito del poema "Palimpsesto"-sus banderas "meciendo la ceniza" (p. 63).

Hasta aquí-en la pesadumbre de la vejez, en el presentimiento de la muerte, en símbolos fúnebres como el de la roca, el del naufragio, el de los puñales, el de las ciudades arrasadas-, hasta aquí, repito, la parte más biológica-digamos, el andamiaje físico- de este tratado "De senectute". Pero había en aquellos clásicos- y sigue habiendo en "Tiempo para los ojos"-un contenido ético que conforma lo más hondo de toda reflexión acerca del último tramo de la vida. La vejez, claro que sí, debilita el organismo, pero también robustece perfiles morales que la juventud desconoce. "Enséñame a mirar /desde otras luces" pide E. Rodríguez (p. 27) y hay en este par de versos una sabiduría incomparable. Porque, efectivamente, envejecer bien consiste en mirar más lejos, más suave, más hondo. En aceptar con estoicismo el destino. En ser benévolos con los trabajos y con los días y con los hombres. En serenar los paisajes agitados del alma. Lo sintetiza muy bellamente el poeta: "La calma está sembrada / en la besana /de los ojos" (p. 17). Cabe, sin embargo, erigir una diferencia sustancial en Emilio frente a sus predecesores latinos. Emilio es creyente y en su serenidad escucho una pulsación que va más allá de la filosofía estoica y del coraje de tejas abajo. Emilio es creyente (suenen aquí campanas de sábado de gloria) y, al fondo de su conformidad, sosteniéndola, está el concepto de resurrección; así leo yo, pongo por caso, un poema como "Trayecto" (p. 25):

Y parto de la luz
para este viaje
por encima del tiempo,
por encima del llanto
y las praderas
del invierno.
Dentro del corazón
suenan rosales.

He aquí cómo la fe cristiana supera la realidad de la muerte-por encima del llanto, dice, por encima del invierno- para centrarnos en el símbolo regenerador de la primavera: esos rosales que suenan en la entraña del hombre ¿qué pueden ser sino la certeza de un más allá injertado en las enramadas abisales de Dios? ¿Y qué puede significar, en el poema "Cortina" (p. 41), un pájaro que-leemos- "atraviesa! este mural de lluvia! y me describe la búsqueda incesante/ de otros climas"?  Véanse aquí, muy bien articulados, tres conceptos angulares de la escatología cristiana: lo vertical (el pájaro), lo transfronterizo  (la cortina) y lo regenerador o bautismal (la lluvia). Los tres perfilan nítidamente el nudo gordiano del pensamiento de Emilio por lo que se refiere a la pascua por antonomasia del hombre, a ese salto desde lo temporal a lo Absoluto: habla la vejez, sí; habla la muerte, sí; pero quien tiene la última palabra es la Palabra (con mayúscula). Y la Palabra (con mayúscula) lleva 2000 años diciendo una sola cosa: resurrección, resurrección, resurrección. Emilio lo sabe y por eso yo, ahora, acabo este escrito con otro texto suyo ("Regreso", p. 79), donde también hay una ciudad y unas palomas y una lluvia que va lavando cada línea como si fuera un sacramento. OídIo:

Esta ciudad borrada
por la lluvia
regresa a mi recuerdo
de puntillas.
Se calman las palomas
y florecen
las camelias de marzo
en los paraguas.

Cierto: a mí también, al principio, me parecían esas camelias primaverales que florecen en los paraguas del poema otra humorada vanguardista de Emilio. Pero luego comenzó 

martes, 14 de agosto de 2012


NOTA PREVIA, ADVERTENCIA, RECOMENDACIÓN, PETICIÓN Y CONTACTO




NOTA PREVIA
 
RESERVADOS TODOS LOS DERECHOS

© Emilio Rodríguez González

Parquelagos. La Navata. Julio 2012

Retrato del autor: Luis López Elizondo

Edita: TYVE Technologies, S.L.

Depósito legal: M26917-2012

ISBN: 978-84-7631-037-3

Impreso en Fragma.es

Impreso en España


ADVERTENCIA
 
La obra original ha sido maquetada nuevamente para facilitar su publicación electrónica en un blog del Poeta Emilio Rodríguez,  ha cambiado el número de páginas y el Índice y ha desaparecido la contraportada.

RECOMENDACIÓN

Dado que la edición original está agotada, el autor autoriza a sus lectores a reproducir esta obra para uso personal, con el ruego de que se cite su procedencia.

PETICIÓN

Si algún lector quedase especialmente complacido con la lectura de TIEMPO PARA LOS OJOS, puede manifestar su satisfacción entregando un pequeño donativo a cualquier organización dedicada a mejorar las condiciones de vida de los habitantes de este mundo.
 
CONTACTO

Los lectores que deseen ponerse en contacto con el autor de este libro pueden hacerlo escribiendo a su dirección electrónica poetaemiliorodriguez@gmail.com

ÍNDICE


PRÓLOGO





TIEMPO PARA LOS OJOS
O la luz y el tiempo en pugna



Cuando Emilio puso este breve poemario ante mis ojos sentí que se me desnudaban el alma y los pinceles y los gestos de colores que aminoran el miedo y lo acompasan a la rutina invulnerable de los días…

Súbitamente un yo más secreto, ese que espía mis sueños y luego los arrincona indescifrados, se despertó voraz en una especie de autopsia emocional, cirujano, taumaturgo, encantador de ausencias, mientras se estremecían los calendarios de todas las nostalgias, y me crujían los versos por la sangre, precipitándose como en los deshielos de las tierras altas.

Luego me puse a releerlo más despacio y fui descubriendo en este tiempo para los ojos un viaje por la luz y por el tiempo mismo, el tiempo que en la luz parece consagrar – falazmente - su permanencia, en tanto que nos perfila las heridas y las ojeras.


Es este un tiempo para mirar y para mirarse “en la tristeza antigua” a la que Emilio nos tiene tan acostumbrados, se anuncia con “dolor en las palabras y en los gestos”, para dejarnos al final de nuevo anunciados y grávidos, cada cual ensimismado, en el “silencio que crepita y se despeña”.

El tiempo para los ojos se crece sobre abismos de luz siempre incumplidos, pero nunca desertados, un tiempo azul y vertical que se levanta y se trasciende pertinaz en cada verso y como tal se declara, “parto de la luz para este viaje por encima del tiempo”.

La excursión por la luz, la incursión por el tiempo estilizan las palabras y tensan los horizontes del paisaje, como en otros poemarios de Parquelagos. Es la luz que el pintor (Velázquez) ha fijado aquí, donde el poeta venido del Norte recala, la luz de este paisaje, este, ahora, no el de entonces, paisaje eternizado en el cuadro y recurrente en su contemplación…

Como en otro tiempo la absorta luz de las ciudades de Fra Angélico, hoy los horizontes líquidos, versos de pincel más que de pluma, se incendian sobre el ocaso de Madrid, y el poeta desterrado se lamenta “con cuanta lentitud navega el tiempo por un cielo de rocas a poniente”.
Porque el tiempo para los ojos es también un tiempo de agonía, la luz y el tiempo en pugna, “juntos en la batalla y en la fuga”, el poeta y el pintor acosados “por un viento de puñales”, “un viento más intenso que las dudas”, para rendirse y aplacarse al fin, en esa hierofanía que alumbra el centro del poemario:

“El tiempo es una zarza
y su perímetro
la adapta a nuestra talla”

Paisaje interior en el que cada cual se mira y se mide según la hondura de sus ansias: allí el poeta, casi transfigurado, ha comprendido que la carne es un estado de incandescencia y se descalza y se entrega – como otro Moisés - a la contemplación más ardiente.


Mª Sagrario Rollán
Junio 2012











ANUNCIO





Dolor en las palabras,
en los gestos
de un tiempo
que se agota.
Carteles de ceniza
nos reflejan
el lado más oscuro
de un otoño
iniciando
sus señales.

ESCORZO





Y la tristeza antigua
de tus ojos
me trae a los senderos
donde llueve,
y se diluye el tiempo
en hojarasca.