PALABRAS
DEL POETA ANTONIO SÁNCHEZ ZAMARREÑO EN LA PRESENTACIÓN DE
TIEMPO
PARA LOS OJOS EL DÍA 19 DE ABRIL DE 2013
La
lectura de este "Tiempo para los ojos", penúltimo libro de Emilio
Rodríguez, me ha producido escalofríos de viernes santo, primero, y alegría
pascual después. Escalofríos, sí. Es verdad que estoy muy acostumbrado a leer
casi todo lo de Emilio con el sobresalto de quien llega al final de cada verso
como si se despeñara. Pero este poemario me parece especialmente inquietante.
Emilio ha llegado, simultáneamente, a la mínima expresión retórica ya la máxima
cumbre del patetismo. He pensado, al leerlo, en aquellos escritos que los
antiguos (Cicerón, Séneca) llamaban "De senectute" y que no eran otra
cosa que el aprovechamiento de la última lucidez que se nos da en la vida (esa
lucidez incomparable de la experiencia y de la melancolía trenzadas) para
asomarse a los ojos de la
Esfinge. En aquellos escritos, claro, existe la gravedad de
quien afronta, al preparar su equipaje, el estupor y el temblor de disponerse
al tremendo salto enigmático. Pero también hay una serenidad sobrecogedora. El
hombre gastado mira alrededor y observa la belleza de lo que, como él, se va
quemando en el último fuego. Quiero decir que "Tiempo para los ojos"
es el "De senectute" de Emilio. El poeta aquí vuelve la mirada hacia
lo que tuvo y lo hace envuelto en una sobria tristeza, pero también con la
conformidad del sabio- ved que todavía no hablo del hombre de fe- que se somete
a un declive para el que lleva preparándose mucho tiempo, porque ha visto y ha
contado en sus poemas cómo declinan, inapelablemente, todos los fulgores. Por
eso el nuevo libro de Emilio me parece muy hermoso: porque tiene la armonía de
ese maridaje entre el hombre que no quisiera irse y el que sabe que es
inevitable hacerlo. Así, tan lúcidamente, se enfrenta esta escritura a su
destino crepuscular. Y lo primero que observamos en ella es un tratamiento
diferente del tiempo. Cuando somos jóvenes, el tiempo nos roza como pura
abstracción. Cuando nos alcanza la senectud, sin embargo, ese mismo tiempo se
convierte, efectivamente, como dice el título de Emilio, en tiempo "para
los ojos".
Y
lo tocamos, lo vemos, nos clava sus espinas, se nos hace dolorosamente próximo,
carne en nuestra carne, reloj que se diluye en nuestro sistema arteria!. En
este sentido, las concreciones temporales del poeta me parecen rotundas. Así,
en uno de los mejores textos del libro-y tal vez de su obra entera-, el
titulado "Proyecto", leemos:
Entrar
en el poniente
y recorrer despacio
las
móviles
arcadas,
falsas
galerías
por
donde el tiempo
huye.
Entrar
en el recinto
donde
crecen
y
se agotan
nuestros años. (p. 31)
Como
se ve, la base figurativa donde se apoya el texto entero es la arquitectura. El
tiempo se hace habitáculo al que es posible acceder: edificio con sus arcadas y
con sus galerías inestables (falsas las llama el poeta), pues nada en el tiempo
puede ser sólido. Y obsérvese que este caserón del tiempo se identifica con el
poniente, esa hora fronteriza en la que el hombre se dispone a preparar su
equipaje. Tenemos aquí el primer gran símbolo del libro: el crepúsculo de la
tarde como equivalente de la senectud. En ambas -la tarde y la vejez- se
consuma el último resplandor, con todo su cortejo de melancolía y de hermosura.
Leemos, así, en otra composición titulada "Ocaso":
Con
cuánta lentitud
navega
el tiempo
por
un cielo de rocas
a
poniente.
Con
qué furioso incendio
certifica
que
todo permanece
sin
el ojo.(p. 39)
Estas
brevísimas líneas avanzan ya, con mayor rotundidad que las anteriores, el
sistema simbólico entero del libro. Lo especificaré de inmediato. Baste reparar
ahora, para comprender exactamente el poema, en ese verbo, tan marcado por la
tradición, que es "navega": el tiempo, dice Emilio,
"navega", lo que equivale a identificarlo nada menos que con la
barcaza de Caronte. Si quisiéramos agotar el símbolo, tendríamos lo siguiente:
el tiempo es el navío de Caronte, que surca con lentitud la laguna Estigia y en
el que el poeta está ya embarcado. De ahí ese final que parece proclamarse ya
desde la otra orilla: "Con qué furioso incendio /certifica! que todo permanece
sin el ojo". Estamos, pues, ante el último atardecer de la vida. El
siguiente acontecerá idéntico a sí mismo, con toda su maravillosa policromía,
pero el ojo del poeta no participará, como espectador, en él.
Otro
tanto sucede -en esta misma galaxia simbólica- con el otoño ("Debajo de la
piel/ es siempre otoño" leemos en una ocasión, p. 73), motivo al que se le
dedican, con ese título, dos textos en el poemario: "Otoño I" y
"Otoño li". Sucede que, como el atardecer, el otoño es tiempo
fronterizo, último canto del cisne de la vida, lleno de presagios sombríos, que
Emilio sintetiza-acaso evocando su infancia- con un "graznido de ave
lúgubre" (p. 37). Nada más: vendrá pronto, efectivamente, el invierno, y
la vida humana, como la terrestre, dejará de germinar.
Ah,
el ocaso, el otoño: cómo se identifica con ellos el poeta, cómo sabe leer,
entre las líneas de los oros y de los malvas y de las luces menguantes, su
propia decrepitud. Porque, en efecto, bien leído, este tratado en verso
"De senectute" hace hincapié, siempre con la discreción y con el
pudor propios de nuestro amigo Emilio, en el declive corporal, en ese organismo
que se desmorona sin estridencias, pero sin pausa. Habla, por eso, el poeta de
su cansancio (pp. 35 y 77) y, más allá de él, de un cuerpo vejado por achaques
fisiológicos que fácilmente podrían pasar desapercibidos para un lector
desatento. Pero no otra interpretación pueden tener, a mi juicio, versos como
el siguiente: "Las calles se me arrugan". Vale decir: el movimiento
se me hace cada vez más penoso: lo que antes estuvo exento de obstáculos,
aquellas calles y caminos rectilíneos, se llenan hoy de dificultades, justo
como si se les hubiera transmitido la orografía cada vez más atormentada de mi
piel. "La carne es un estado", dice en otro lugar Emilio (p. 57); a
cierta edad, la carne es un estado, sí: uno siente su peso y su llamada de
auxilio; lo que antes formaba parte de nosotros sin apenas llegar a advertido,
hoyes casi todo lo que nos constituye: ese cuerpo que cruje, que reclama constantemente
nuestra atención con un egoísmo pertinaz y doloroso. "Nos gimen las
bisagras y los labios", leemos otra vez (p. 71) y rememoramos,
inevitablemente, aquellos otros versos que hemos leído poco antes en
"Paisaje interior"(p. 65). Los cito:
El
tiempo es una zarza
y
su perímetro
se
adapta a nuestra talla.
No
cabe duda de que son versos estremecedores. Una vez más la abstracción que es
el tiempo se hace concreta en la zarza. Pero reduzcamos a imagen más
inteligible el pasaje. Exactamente, el tiempo es visto como un cilicio que se
va ciñendo a nuestro cuerpo -a todo nuestro cuerpo- infligiéndole ese dolor
obstinado que nos hace poner lo somático en el centro mismo de nuestras
atenciones, de nuestras preocupaciones, de nuestras derrotas. Es la vejez, la
negra voz de la muerte que dice ya nuestro nombre y nos invita -como dicen
líneas terribles- a un "banquete de amapolas/ compartido/ con la silente
sombra! de la ausencia" (p. 19). La muerte, sí: "Te llaman los
rincones/ donde el musgo"(p. 73), explica otro pasaje y lo hace, siempre,
desde un panorama donde todo, menos la lucidez del poeta, está en ruinas. De
nuevo, acude Emilio a la metáfora arquitectónica para expresar tanta
desolación. No en vano se reiteran en "Tiempo para los ojos "las
alusiones a una ciudad arrasada que se identifica, a la manera de Quevedo, con
la propia anatomía, también en estado de derribo y donde la muerte ha instalado
ya -cito del poema "Palimpsesto"-sus banderas "meciendo la
ceniza" (p. 63).
Hasta
aquí-en la pesadumbre de la vejez, en el presentimiento de la muerte, en
símbolos fúnebres como el de la roca, el del naufragio, el de los puñales, el
de las ciudades arrasadas-, hasta aquí, repito, la parte más biológica-digamos,
el andamiaje físico- de este tratado "De senectute". Pero había en
aquellos clásicos- y sigue habiendo en "Tiempo para los ojos"-un
contenido ético que conforma lo más hondo de toda reflexión acerca del último
tramo de la vida. La vejez, claro que sí, debilita el organismo, pero también
robustece perfiles morales que la juventud desconoce. "Enséñame a mirar
/desde otras luces" pide E. Rodríguez (p. 27) y hay en este par de versos
una sabiduría incomparable. Porque, efectivamente, envejecer bien consiste en
mirar más lejos, más suave, más hondo. En aceptar con estoicismo el destino. En
ser benévolos con los trabajos y con los días y con los hombres. En serenar los
paisajes agitados del alma. Lo sintetiza muy bellamente el poeta: "La
calma está sembrada / en la besana /de los ojos" (p. 17). Cabe, sin
embargo, erigir una diferencia sustancial en Emilio frente a sus predecesores
latinos. Emilio es creyente y en su serenidad escucho una pulsación que va más
allá de la filosofía estoica y del coraje de tejas abajo. Emilio es creyente
(suenen aquí campanas de sábado de gloria) y, al fondo de su conformidad,
sosteniéndola, está el concepto de resurrección; así leo yo, pongo por caso, un
poema como "Trayecto" (p. 25):
Y
parto de la luz
para
este viaje
por
encima del tiempo,
por
encima del llanto
y las praderas
del
invierno.
Dentro
del corazón
suenan
rosales.
He
aquí cómo la fe cristiana supera la realidad de la muerte-por encima del
llanto, dice, por encima del invierno- para centrarnos en el símbolo
regenerador de la primavera: esos rosales que suenan en la entraña del hombre
¿qué pueden ser sino la certeza de un más allá injertado en las enramadas
abisales de Dios? ¿Y qué puede significar, en el poema "Cortina" (p.
41), un pájaro que-leemos- "atraviesa! este mural de lluvia! y me describe
la búsqueda incesante/ de otros climas"? Véanse aquí, muy bien articulados, tres
conceptos angulares de la escatología cristiana: lo vertical (el pájaro), lo
transfronterizo (la cortina) y lo
regenerador o bautismal (la lluvia). Los tres perfilan nítidamente el nudo
gordiano del pensamiento de Emilio por lo que se refiere a la pascua por
antonomasia del hombre, a ese salto desde lo temporal a lo Absoluto: habla la
vejez, sí; habla la muerte, sí; pero quien tiene la última palabra es la Palabra (con mayúscula). Y
la Palabra
(con mayúscula) lleva 2000 años diciendo una sola cosa: resurrección,
resurrección, resurrección. Emilio lo sabe y por eso yo, ahora, acabo este
escrito con otro texto suyo ("Regreso", p. 79), donde también hay una
ciudad y unas palomas y una lluvia que va lavando cada línea como si fuera un
sacramento. OídIo:
Esta
ciudad borrada
por la lluvia
regresa
a mi recuerdo
de
puntillas.
Se
calman las palomas
y
florecen
las
camelias de marzo
en
los paraguas.
Cierto: a mí también, al principio, me parecían
esas camelias primaverales que florecen en los paraguas del poema otra humorada
vanguardista de Emilio. Pero luego comenzó